Ana trabajó durante cinco años en una tienda de textiles en Santo Domingo. Puntual, responsable, sin faltar jamás. Su sueldo era el sustento de su hija, el pago del colegio, la comida de la casa. Un martes cualquiera, su jefe reunió al personal y les dio la noticia: cerraban. La carga tributaria, los costos laborales, la baja rentabilidad… todo se había vuelto insostenible.
Ana no solo perdió su empleo. Perdió también su estabilidad. La ley le otorgaba derechos, sí, pero cobrar su liquidación se convirtió en un laberinto burocrático sin salida. Su jefe, un pequeño empresario que luchó hasta el final, no pudo pagarle de inmediato. Y aquí radica el problema: un Código de Trabajo que, en teoría, protege, pero que, en la práctica, excluye.
El Código de Trabajo dominicano fue diseñado para una economía distinta. Aprobado en 1992, cuando el país tenía otra estructura productiva, nació en un contexto donde predominaban grandes empresas con relaciones laborales formales y de largo plazo. Hoy, la realidad es diferente. Las Mipymes representan el 98 % de las empresas y generan el 60 % del empleo formal, pero operar dentro de la formalidad se ha vuelto un lujo que muchas no pueden costear. El resultado es que el 58 % de los dominicanos trabaja en la informalidad, sin acceso a seguridad social ni pensiones.
Pero hay problemas aún más profundos. República Dominicana tiene 16 tipos de salario mínimo, dependiendo del sector, la categoría de la empresa y la actividad económica. Esta fragmentación crea distorsiones que afectan tanto a trabajadores como a empleadores. Para muchas Mipymes, cumplir con las diferencias salariales según su clasificación es un desafío, y en la práctica, se traduce en menor capacidad de contratación y más informalidad. Mientras en países de la región se avanza hacia sistemas de salario mínimo unificado o ajustes diferenciados con reglas claras, en el país seguimos operando con un modelo que multiplica la burocracia y genera desigualdades.
El Código de Trabajo, además, ha creado incentivos perversos en el mercado laboral. La historia de Juan es un ejemplo. Juan trabajaba en una empresa con estabilidad, pero, consciente de que si lo despedían recibiría su preaviso y cesantía, comenzó a bajar intencionalmente su productividad. Su jefe, enfrentado a la rigidez del código, no tuvo más remedio que desvincularlo, generando una carga extra para la empresa. Casos como el de Juan se repiten con frecuencia. La legislación no solo no castiga estas prácticas, sino que, en algunos casos, las fomenta. En lugar de incentivar la permanencia y el crecimiento dentro de una empresa, el actual esquema laboral premia la rotación y la desmotivación.
El problema es evidente. Un código que impide crecer no es un código que protege. Si ser formal es un lujo, entonces la ley ha fracasado. Por eso, la reforma del Código de Trabajo no solo es necesaria, sino impostergable. No se trata de debilitar derechos, sino de equilibrar protección y crecimiento económico. Un modelo moderno y justo debe incluir un Fondo de Cesantía Mixto, donde no sea solo el empleador quien asuma la carga, sino un esquema donde contribuyan empresas, trabajadores y el Estado, garantizando que, cuando alguien pierda su empleo, reciba lo que le corresponde sin depender de la liquidez de una empresa en crisis. Chile implementó este modelo en 2002 y logró reducir la litigiosidad laboral en un 40 %, según la OCDE.
También es fundamental crear un monotributo para las Mipymes que simplifique la formalización y reduzca la carga inicial, siguiendo el ejemplo de Brasil, donde el programa «SIMPLES Nacional» aumentó en 30 % la formalización de microempresas. La flexibilidad laboral es otro elemento clave. En un mundo donde el teletrabajo, los contratos por proyecto y la economía digital son una realidad, nuestra ley no los reconoce ni los regula. España, con su Ley de Trabajo a Distancia, ha logrado incrementar la productividad en un 12 % desde 2021. Finalmente, el sistema de justicia laboral debe agilizarse. En Singapur, los tribunales especializados resuelven conflictos laborales en menos de tres meses, mientras que en República Dominicana pueden tomar años.
En mi libro Por el Bien Común, explico cómo el bienestar social no se logra con regulaciones que sofocan, sino con un equilibrio entre derechos y crecimiento económico. Una economía fuerte es una economía que protege, pero también que permite avanzar.
Ana sigue buscando trabajo. Su jefe, después de cerrar su negocio, no ha podido abrir otro. Juan, por su parte, espera una nueva oportunidad para aplicar la misma estrategia en otro empleo. Mientras tanto, miles de trabajadores y pequeños empresarios enfrentan las mismas dificultades. El debate sobre la reforma del Código de Trabajo no puede seguir siendo un tema de agendas políticas o mesas de diálogo interminables. Es una urgencia nacional.
Si queremos un país con más empleos, menos informalidad y mayores oportunidades para todos, debemos actuar ya. Reformar el Código de Trabajo no es una opción. Es una necesidad. La pregunta es: ¿seguiremos esperando o empezamos a cambiar la historia?